Psicoanálisis o la experiencia de un cálculo imposible

La presente intervención tiene su lugar desde el contexto del discurso psicoanalítico; discurso para el cual no le son ajenas las temáticas de la cultura que las aborda, como no podría ser de otro modo, a partir de las enseñanzas que la experiencia psicoanalítica inscribe en sus sujetos.

Dicha experiencia se juega en la invención de un saber, un saber que en última instancia es ajeno a todo cálculo. Saber que redimensiona al sujeto resultante de aquella práctica a partir de la apertura de la posibilidad, hasta llegar a situarlo –en su ser de sujeto- en contacto con lo que lo ha constituido: un imposible.

Ahí no se trata, al menos para el psicoanálisis, de la cosa en sí kantiana, puesto que la historia, como uno de sus efectos, el sujeto, se constituyen en la medida que en la palabra del hablante se conciernen como formulación significante discurso-historia-sujeto.

Dicha formulación funda un real de la experiencia de decirse que es la psicoanalítica, un real de aquello que queda como irreductible al tráfico por lo simbólico y de lo que Lacan intenta dar cuenta mediante su categoría de lo real. Aquella categoría se convierte en el obstáculo para cualquier idealismo, puesto que de suyo declara como tal al intento de globalizar, de totalizar la experiencia del análisis.

Estamos concernidos no a la constatación de una realidad sino más bien en la producción de un saber. Para ello habría de distinguirse entre la realidad y lo real. La realidad nos sitúa en el plano del conocimiento, un ámbito fundamentalmente imaginario. El punto de anclaje de todo idealismo, puesto que ahí la realidad estuvo desde siempre y por ello conduce a que el conocimiento sea la adecuación del pensamiento con la cosa, del sujeto ya existente con el objeto que le preexiste.

Por el contrario, para el discurso psicoanalítico, al saber le concierne lo real, jamás le co-responde, más bien le hace hablar. Si el conocimiento tiene como tarea comprender la realidad, al saber le atañe probarse como tal; y el saber se prueba como tal por sus efectos, excento del craso empirismo y de los inmediatismos.

El conocimiento se afirma en la dialéctica en la medida que, ya sea negado o no, en ella estamos en el ámbito de lo dado; he ahí la crisis de la dialéctica, en cuanto lo dado puede ser sujeto a un cálculo, cosa que afirma como posibilidad calculable a la negación y por ende la extingue.

Así, para Freud como para Lacan, se sitúa la noción de castración, en la medida que la característica fundante del sujeto es su falta-en-ser. Lugar de lo imposible, de lo imposible de ser simbolizado, de lo imposible de ser dicho, imposible de ser afirmado o negado y que sin embargo está ahí. Topología que marca el lugar en el que van a confluir las historias, las cadenas asociativas del hablante, pero que se resiste a la simbolización.

Al psicoanálisis le atañe la constitución de un saber, un saber que toca lo imposible.

Así testimonia la existencia de más de un sujeto, por lo menos dos: el sujeto de la conciencia y el sujeto del inconsciente, siendo que le atañe en cuanto a su producción este último.

Hay un saber de lo inconsciente, un saber de lo excluido de la experiencia del sujeto de la conciencia por un principio que le es consubstancial y al que Freud dio el nombre de represión en el concepto de Urverdrängung y que da lugar a las represiones (Verdrängung) que permiten el efecto de coherencia imaginaria sustantivo desde la perspectiva del Yo.

La clínica psicoanalítica da cuenta de un decir que por no realizado retorna en el síntoma, reclamando de ese modo su derecho a existir. No realizado no por voluntad (mala o buena?) del hablante. No realizado, en principio, por imposible. En tanto ello, el derecho que reclama el saber del inconsciente es a existir como ex-istente , como la cifra que falta para cerrar el cálculo y que su función es justamente esa.

Hay un saber cifrado en el síntoma, nos dice Freud, un saber que atañe al hablante y del cual el Yo, como lugar de la coherencia imaginaria, como el lugar de la búsqueda de certeza y coherencia totalizante, el Yo, digo, de ese saber, no quiere saber nada. De ello resultará para el psicoanálisis que la función característica del Yo sea la del desconocimiento.

El Yo tiende a desconocer lo que se le resiste a ser incluido en su afán totalizante, a lo que se le resiste a entrar en su cálculo de lo posible. De modo que, justamente, más que hablar de los mundos posibles, la experiencia psicoanalítica ubica, tanto al analizante cuanto al analista, frente a los mundos imposibles.

Lo que puede responder a la demanda del sujeto es del orden de lo posible, por eso el analista no (co)responde.

Pero aquel saber por advenir, no por excluido del discurso efectivo del sujeto de la conciencia deja de existir, ex-iste e insiste, siendo en tanto represión (Verdrängung) el lastre del hablante con su pasado no asumido.

Por una parte, la propuesta del psicoanálisis es hacer la historia de ese saber, hacer en el presente la historización del pasado, un pasado que en cuanto relatos nunca ha estado efectivamente en la palabra del hablante sino solo como síntoma, sueño, lapsus y en sus posiciones subjetivas, cosa que no es poco decir.

Pero por otra parte, la finalidad del psicoanálisis es ir también más allá de eso, a constatar lo que ha posibilitado ese historizarse del analizante.

El acto analítico da cuenta de la fugacidad de un efecto de verdad para el sujeto, en la presentificación de uno por advenir: el sujeto del inconsciente.

El momento de la verdad para la experiencia psicoanalítica no es el momento de la comodidad de la certeza, es el momento del caos de la misma con la brújula que el efecto a esperar, si algo nos es permitido esperar no en el orden de la esperanza, será el advenimiento de una transformación subjetiva radical para lo que es la vida del analizante.

Por ello el psicoanálisis no se juega en el plano de las psicoterapias, ya que su razón no está planteada en curar síntomas, además de tener sobre ello bien fundados escrúpulos. El psicoanálisis juega su apuesta en el plano del acceso hacia un sujeto distinto, sujeto que comporta la huella de lo imposible.

De modo que para el hablante, en la experiencia psicoanalítica y en última instancia, el efecto de verdad se postula en la fugaz coincidencia con un saber que resulta siempre sorprendente, un saber que aspira a lo real. Lo real no como la otredad imaginaria que cristaliza las posiciones de amor-odio, sino como una otredad radical que paradójicamente no es ajena, que es efecto del decir, del historizarse. Lo real como ese más allá de la cadena significante, que ella postula como uno de sus efectos.

No debería sorprender que el psicoanálisis aparezca en un tiempo que parece estar signado por la marca del cálculo, del dominio de lo dado. De las meras palabras, tomadas como argumentos para acceder a objetivos previamente planificados. De las palabras tomadas como instrumentos del Yo que se afirma cognoscente, para ordenar un mundo con arreglo a fines.

Si algo sacamos en claro de la experiencia psicoanalítica es que, imaginar que poseemos las palabras, es una ilusión en el sentido del engaño; sentido que por lo demás no es para nada ajeno al Yo.

Para el psicoanálisis, si habría de hablar en estos términos, más bien las palabras nos poseen; son las que nos marcan y nos llevan a un trafagar por los caminos que nos constituyen como sujetos deseantes. Es decir, escindidos, en la dimensión del no-todo que es la dimensión del sujeto humano.

Ruptura con cualquier ideal en la medida que éstos suponen siempre un buen lugar, un bien-estar, un punto imaginario en el que la falla de estructura estaría obturada y por ello mandan, en su radicalidad, al sacrificio de lo humano de modos muchas veces voraces y siniestros.

Si fuese admisible hablar en la experiencia psicoanalítica de utopía, no sería del lado del ideal.

¿Hay utopía en el psicoanálisis? Si la ubicamos como el lugar que siempre estará por construir, por hacer, sí. Lo que cifrando a Freud, Lacan postula: Donde Ello era, un sujeto habrá de advenir. Esto no nos sitúa de suyo en una experiencia del Bien o, por decirlo de otra manera, del buen lugar. Hay ética en el psicoanálisis, pero dicha ética, al contrario de la aristotélica, no nos confronta con un Soberano Bien, puesto que cuestiona al ideal.

El psicoanálisis nos ubica en una ética del bien-decir, que da cuenta del compromiso de reconocer el inconsciente del cual somos sujetos.

En el análisis hay una regla, que Freud la llamó fundamental, la regla de la asociación libre. Regla por lo demás paradójica, puesto que Freud sabe que lo que advendrá: la palabra, estará determinada por un saber que se le escapa al hablante, pero que no por ello deja de marcarlo.

Esta regla podría leerse como la convocatoria a dejarse hablar, a dejarse ser-hablado más que a dirigir premeditadamente su decir. Partir de la tendencia, en la que el analista persevera en su práctica y a la cual, mediante su intervención, convoca al analizante, a no capturarse en un sentido, a no encapsularse en una significación puntual, sino más bien llegar a la consumación del sentido que es –pasando por la posibilidad de los múltiples sentidos, de los mundos posibles, de la significancia- la ausencia de sentido.

Esa condición de lo humano que bellamente es expresada por el coro de la Antigona de Sófocles; coro que ha sido llamado elogio del hombre y que un poeta como Hölderlin y un pensador como Heidegger han evocado en sus experiencias.

La condición de lo Unheimlich, de lo pavoroso, de lo familiar que se torna sorprendente, que conduce a los hombres a levantar sus mundos, sus muros, sus vidas, a partir de un vacío y de la tendencia a extrañarse, a diferenciarse de aquel. Operación esta última nada pacificante, más bien violenta, que encuentra su límite en la aniquilación, en el retorno al vacío, ya que el hombre sólo del Hades no ha encontrado medio de huir.

La posición del psicoanálisis se encuentra marcada por la insistencia –de ahí la regla freudiana- en la condición deseante del sujeto. Para que dicha condición se afirme en cuanto tal, el sujeto que va a ir adviniendo en la experiencia psicoanalítica, el sujeto siempre por advenir, comporta el testimonio no sintomático de su castración, de su finitud; el momento, en el final del análisis, al que al aún le adviene un basta.

De ese modo la ética del psicoanálisis es una ética del ser en cuanto deseante, del ser por advenir, que marca, que huella lo real en tanto otredad radical y en cuanto ámbito de la pulsión de muerte. Pulsión que tiende a restituir en lo real al sujeto del deseo; que tiende al acto que no supone decir, al acto que cruza el umbral de lo humano y que por ello ya no es fallido. Pulsión de muerte que comporta el silencio radical. Para Lacan lo real es lo imposible, como lo imposible de ser hablado.

En ese orden y siempre para la experiencia psicoanalítica, de lo único de lo que el sujeto es culpable cuando lo siente efectivamente así, es de haber cedido en su condición de sujeto deseante; es de haber desfallecido en su condición de sujeto del deseo; es haber cedido en su deseo. Un deseo que viene apuntando desde y hacia un imposible, donde tiene que vérselas con la pulsión de muerte ... y perseverar. El deseo así planteado no es deseo-de-algo, sino más bien deseo-de-nada, la imbricación del sujeto con su falta en ser.

Curiosamente el ceder en cuanto al deseo que nos habita no se lo hace sino por las mejores razones: las instrumentales.

Uno de los modos privilegiados de ceder es creyendo que lo que causa su deseo es equiparable al objeto que imagina tener enfrente. Lo cree de esa manera gracias a la profunda perturbación que puede promocionar una época al no hacer notar que, si aparece aquel objeto como propiciando el deseo, es porque el proceso lo ha prefigurado así, que con ese objeto la condición deseante no se agota.

Que lo que es objeto-causa-del-deseo está (ve)dado a partir de la falla de estructura en el hablante, falla que en su discurso tiende a reinventar, a volver a encontrar siempre de otra manera. Vedado y a la vez dado justamente gracias a las palabras.

Uno de los efectos de la perturbación de la que hacía mención es precisamente la angustia y la premura desesperada, curiosa característica de, por lo menos, nuestra época y que se expresa sintomáticamente en la pregunta por el qué hacer [(!)?]; como Lacan decía, para quien su deseo no desfallece no necesita hacerse esa pregunta. Como tampoco necesita hacerse aquella por la verdad aquel para quien su saber no es falso.



Antonio Santos

Ponencia presentada en la ciudad de Cuenca, en el VI Encuentro Ecuatoriano de Filosofía: Educación y emancipación en el Ecuador de hoy.


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