MICHEL FOUCAULT: discursos sobre el poder

Hay quienes piensan que el poder es algo que le atañe al otro, en el lugar ajeno. Sin embargo olvidan que es más bien un ejercicio que implica efectivamente un lugar y que su consigna es la dominación. ¿El poder, es equiparable a la ley? Posiblemente. Sin embargo existen distintos ejercicios de la ley y del poder. Parafraseando a Freud, "el porvenir de una ilusión" talvez se cifra en reconocerla como tal.
El siguiente texto es de ese hombre tan especial, tan aún por descubrir que fue Michel Foucault.

EL PODER PSIQUIÁTRICO
CURSO EN EL COLLÈGE DE FRANCE
(1973-1974)
Clase del 7 de noviembre de 1973
Espacio asilar y orden disciplinario – Operación terapéutica y “tratamiento moral” –
Escenas de curación – Los desplazamientos efectuados por el curso con respecto a la
Historia de la locura: 1) de un análisis de las “representaciones” a una “analítica del
poder”; 2) de la “violencia” a la “microfísica del poder”, y 3) de las “regularidades
institucionales” a las “disposiciones” del poder.
El tema que les propongo este año es el poder psiquiátrico, para
establecer cierta discontinuidad, aunque no total, con respecto a las
cosas de las que les hablé los dos últimos años.
Voy a empezar tratando de relatar una especie de escena ficticia,
cuyo decorado es el siguiente; ya van a reconocerlo, les es muy
familiar:
Querría que esos hospicios se construyeran en bosques sagrados, lugares
solitarios y escarpados, en medio de las grandes conmociones, como en la
Grande-Chartreuse, etc. A menudo sería útil que el recién llegado bajara por
intermedio de máquinas, que atravesara, antes de llegar a su destino, lugares
cada vez más novedosos y sorprendentes, y que los ministros de esos lugares
usaran vestimentas particulares. Aquí es conveniente lo romántico, y muchas
veces me dije que habríanse podido aprovechar esos viejos castillos pegados a
cavernas que atraviesan una colina de una a otra parte, para llegar a un
pequeño valle risueño […] La fantasmagoría y los otros recursos de la física, la
música, las aguas, los relámpagos, el trueno, etc., serían empleados uno tras
otro y, es de suponer, con no poco éxito sobre el común de los hombres.1
Ese castillo no es del todo el mismo en que deben desarrollarse las
Ciento veinte jornadas;2 es un castillo donde deben transcurrir jornadas
mucho más numerosas y casi infinitas: es la descripción que Fodéré
hace de un asilo ideal en 1817. Dentro de ese decorado, ¿qué debe
suceder? Pues bien, en su interior, desde luego, reina el orden, reina la
ley, reina el poder. Dentro de ese decorado, en ese castillo protegido
por una ambientación romántica y alpina, en ese castillo sólo accesible
mediante el uso de complicadas máquinas, y cuyo aspecto mismo debe
sorprender al común de los hombres, impera ante todo y simplemente
un orden, en el sencillo sentido de una regulación perpetua y
permanente de los tiempos, las actividades, los gestos; un orden que
rodea los cuerpos, los penetra, los trabaja, que se aplica a su superficie,
pero también se imprime hasta en los nervios y en lo que otro llamaba
“fibras blandas del cerebro”.3 Un orden, por tanto, para el cual los
cuerpos sólo son superficies que es preciso atravesar y volúmenes que
deben trabajarse, un orden que es algo así como una gran nervadura
de prescripciones, de modo que los cuerpos sean parasitados y
atravesados por él.
Escribe Pinel:
No debe asombrar en exceso la importancia extrema que atribuyo al
mantenimiento de la calma y el orden en un hospicio de alienados y a las
cualidades físicas y morales que exige una vigilancia de esas características,
pues en ella se encuentra una de las bases fundamentales del tratamiento de la
manía y, de no existir, no se obtienen observaciones exactas ni una curación
permanente, por mucho que se insista, por lo demás, en los medicamentos más
elogiados.4
Como ven, cierto orden, cierta disciplina, cierta regularidad aplicadas
incluso en el interior mismo del cuerpo son necesarias para dos cosas.
Por un lado, para la constitución misma del saber médico, pues, sin
esa disciplina, sin ese orden, sin ese esquema prescriptivo de
regularidades, no es posible hacer una observación exacta. La
condición de la mirada médica, su neutralidad, la posibilidad de ganar
acceso al objeto, en suma, la relación misma de objetividad, constitutiva
del saber médico y criterio de su validez, tiene por condición efectiva de
posibilidad cierta relación de orden, cierta distribución del tiempo, el
espacio y los individuos. En rigor de verdad –y volveré a ello en otra
parte–, ni siquiera puede decirse: los individuos; digamos, simplemente,
cierta distribución de los cuerpos, los gestos, los comportamientos, los
discursos. En esa dispersión reglada encontramos el campo a partir del
cual es posible la relación de la mirada médica con su objeto, la relación
de objetividad, una relación que se presenta como efecto de la
dispersión primera constituida por el orden disciplinario. En segundo
lugar, este orden disciplinario, que en el texto de Pinel aparece como
condición para una observación exacta, es al mismo tiempo condición
de la curación permanente; vale decir que la misma operación
terapéutica, esa transformación sobre cuya base alguien considerado
como enfermo deja de estarlo, sólo puede llevarse a cabo dentro de la
distribución reglada del poder. La condición, entonces, de la relación
con el objeto y de la objetividad del conocimiento médico, y la condición
de la operación terapéutica, son iguales: el orden disciplinario. Pero
esta especie de orden inmanente, que pesa sin distinción sobre todo el
espacio del asilo, está en realidad atravesado, íntegramente animado
de cabo a rabo por una disimetría que lo lleva a asociarse –y a
asociarse de manera imperiosa– a una instancia única que es a la vez
interna al asilo y el punto a partir del cual se efectúan el reparto y la
dispersión disciplinaria de los tiempos, los cuerpos, los gestos, los
comportamientos, etc. Esa instancia interior al asilo está dotada al
mismo tiempo de un poder ilimitado al que nada puede ni debe
resistirse. Dicha instancia, inaccesible, sin simetría, sin reciprocidad,
que funciona entonces como una fuente de poder, elemento de la
disimetría esencial del orden, que lleva a éste a ser siempre un orden
derivado de una relación no recíproca de poder, pues bien, es desde
luego la instancia médica que, como verán, funciona como poder
mucho antes de funcionar como saber.
Pues: ¿qué es ese médico? Y bien, he aquí que aparece, ahora, una
vez que el enfermo ha sido trasladado al asilo por las máquinas
sorprendentes de las que recién les hablaba. Sí, todo esto es una
descripción ficticia, en cuanto la construyo a partir de una serie de
textos que no pertenecen a un solo psiquiatra; pues si fueran de uno
solo, la demostración no sería válida. He utilizado a Fodéré: el Traité du
délire; a Pinel: el Traité médico-philosophique sobre la manía; a
Esquirol: los artículos reunidos en Des maladies mentales,5 y a
Haslam.6
Entonces, ¿cómo se presenta esta instancia del poder disimétrico y
no limitado que atraviesa y anima el orden universal del asilo? Aquí
tenemos cómo se presenta en el texto de Fodéré, el Traité du délire,
que data de 1817, ese gran momento fecundo en la protohistoria de la
psiquiatría del siglo XIX; 1818 es el año de aparición del gran texto de
Esquirol,7 el momento en que el saber psiquiátrico se inscribe dentro del
campo médico y a la vez gana su autonomía como especialidad:
Un hermoso físico, es decir, un físico noble y varonil, es acaso, en general, una
de las primeras condiciones para tener éxito en nuestra profesión; es
indispensable, sobre todo, frente a los locos, para imponérseles. Cabellos
castaños o encanecidos por la edad, ojos vivaces, un continente orgulloso,
miembros y pecho demostrativos de fuerza y salud, rasgos destacados, una voz
fuerte y expresiva: tales son las formas que, en general, surten un gran efecto
sobre individuos que se creen por encima de todos los demás. El espíritu, sin
duda, es el regulador del cuerpo; pero no se lo advierte de inmediato y requiere
las formas exteriores para arrastrar a la multitud.8
Como ven, por lo tanto, el personaje mismo va a funcionar desde la
primera mirada. Pero en esa primera mirada a partir de la cual se
entabla la relación psiquiátrica, el médico es en esencia un cuerpo; más
precisamente, es un físico, una caracterización determinada, una
morfología determinada, bien definida, en la que se destacan el
desarrollo de los músculos, la amplitud del pecho, el color del pelo, etc.
Y esa presencia física, con estas cualidades, que actúa como cláusula
de disimetría absoluta en el orden regular del asilo, hace que éste no
sea, como nos lo dirían los psicosociólogos, una institución que
funciona de acuerdo con reglas; en realidad, es un campo polarizado
por una disimetría esencial del poder, que, entonces, toma su forma, su
figura, su inscripción física en el cuerpo mismo del médico.
Pero ese poder del médico, por supuesto, no es el único que se
ejerce; pues en el asilo, como en todas partes, el poder no es nunca lo
que alguien tiene, y tampoco lo que emana de alguien. El poder no
pertenece ni a una persona ni, por lo demás, a un grupo; sólo hay poder
porque hay dispersión, relevos, redes, apoyos recíprocos, diferencias
de potencial, desfases, etc. El poder puede empezar a funcionar en ese
sistema de diferencias, que será preciso analizar.
En consecuencia, alrededor del médico tenemos toda una serie de
relevos, los principales de los cuales son los siguientes.
En primer lugar, los vigilantes, a quien Fodéré reserva la tarea de
informar sobre los enfermos, ser la mirada no armada, no erudita, una
especie de canal óptico a través del cual va a funcionar la mirada
erudita, es decir, la mirada objetiva del propio psiquiatra. Esa mirada de
relevo, a cargo de los vigilantes, es también una mirada que debe
recaer sobre los sirvientes, esto es, los poseedores del último eslabón
de la autoridad. El vigilante, entonces, es a la vez el amo de los últimos
amos y aquel cuyo discurso, la mirada, las observaciones y los informes
deben permitir la constitución del saber médico. ¿Quiénes son los
vigilantes? ¿Cómo deben ser?
En un vigilante de insensatos es menester buscar una contextura corporal bien
proporcionada, músculos llenos de fuerza y vigor, un continente orgulloso e
intrépido cuando llegue el caso, una voz cuyo tono, de ser necesario, sea
fulminante; además, el vigilante debe ser de una probidad severa, de
costumbres puras, de una firmeza compatible con formas suaves y persuasivas
[…] y de una docilidad absoluta a las órdenes del médico.9
Para terminar –paso por alto unos cuantos relevos–, la última etapa
está constituida por los sirvientes, que poseen un muy curioso poder.
En efecto, el sirviente es el último relevo de esa red, de esa diferencia
de potencial que recorre el asilo a partir del poder del médico; es, por lo
tanto, el poder de abajo. Pero no está simplemente abajo por ser el
último escalón de esa jerarquía; también está abajo porque debe estar
debajo del enfermo. No debe ponerse tanto al servicio de los vigilantes
que están por encima de él como al servicio de los propios enfermos; y
en esa posición de servicio de los enfermos no deben hacer, en
realidad, más que el simulacro de dicho servicio. En apariencia
obedecen sus órdenes, los asisten en sus necesidades materiales, pero
de tal manera que, por una parte, el comportamiento de los enfermos
pueda ser observado desde atrás, desde abajo, en el nivel de las
órdenes que pueden dar, en vez de ser mirados desde arriba, como lo
hacen los vigilantes y los médicos. En cierto modo, por ende, los
sirvientes darán vuelta en torno a los enfermos y los mirarán en el plano
de su cotidianidad y, de alguna manera, en la cara interna de la
voluntad que ejercen, de los deseos que tienen; y el sirviente va a
informar lo que es digno de nota al vigilante, quien a su vez lo informará
al médico. Al mismo tiempo, será él quien, cuando el enfermo dé
órdenes que no deben cumplirse, tendrá la misión –mientras finge estar
a su servicio, obedecerle y, por consiguiente, no tener voluntad
autónoma– de no hacer lo que el enfermo pide, remitiéndose para ello a
la gran autoridad anónima que es la del reglamento e, incluso, a la
voluntad singular del médico. Como resultado, el enfermo, que se ve
rodeado por la observación del sirviente, también estará rodeado por la
voluntad del médico, con la cual va a toparse en el momento mismo en
que dé al sirviente una serie de órdenes; en ese simulacro de servicio
quedará asegurada la cobertura del enfermo por la voluntad del médico
o por el reglamento general del asilo.
La siguiente es la descripción de los sirvientes en esa posición de
merodeo:
§ 398. Los sirvientes o guardianes deben ser altos, fuertes, probos, inteligentes,
limpios en su persona y en su vestimenta. A fin de tratar con tiento la extrema
sensibilidad de algunos alienados, sobre todo con respecto al pundonor,
convendrá casi siempre que los sirvientes aparezcan ante ellos como sus
domésticos y no como sus guardianes […] Sin embargo, como tampoco deben
obedecer a los locos y a menudo se ven incluso obligados a reprimirlos, para
casar la idea de doméstico con la negativa de obediencia y descartar cualquier
desavenencia, será tarea del vigilante insinuar hábilmente a los enfermos que
quienes los sirven han recibido ciertas instrucciones y órdenes del médico, que
no pueden pasar por alto sin obtener antes el permiso inmediato de hacerlo.10
Tenemos por lo tanto este sistema de poder que funciona dentro del
asilo y tuerce el sistema reglamentario general, sistema de poder
asegurado por una multiplicidad, una dispersión, un sistema de
diferencias y jerarquías, pero más precisamente aún por lo que
podríamos llamar una disposición táctica en la cual los distintos
individuos ocupan un sitio determinado y cumplen una serie de
funciones específicas. Como ven, se trata de un funcionamiento táctico
del poder o, mejor, esa disposición táctica permite el ejercicio del poder.
Y si retomamos lo que el mismo Pinel decía sobre la posibilidad de
obtener una observación en el asilo, veremos que esa observación,
garantía de la objetividad y la verdad del discurso psiquiátrico, sólo es
posible en virtud de una distribución táctica relativamente compleja;
digo “relativamente compleja” porque lo que acabo de señalar es aún
muy esquemático. Pero, de hecho, si hay en efecto ese despliegue
táctico y deben tomarse tantas precauciones para llegar, después de
todo, a algo tan simple como la observación, se debe muy
probablemente a que en ese campo reglamentario del asilo hay algo
que es un peligro, una fuerza. Para que el poder se despliegue con
tanta astucia o, mejor dicho, para que el universo reglamentario sea
recorrido por esa especie de relevos de poder que lo falsean y
distorsionan, pues bien, puede decirse con mucha verosimilitud que en
el corazón mismo de ese espacio hay un poder amenazante que es
preciso dominar o vencer.
En otras palabras, si llegamos a una disposición táctica semejante,
es sin duda porque el problema, antes de ser o, más bien, para poder
ser el problema del conocimiento, de la verdad de la enfermedad y de
su curación, debe ser un problema de victoria. En este asilo se organiza
entonces, efectivamente, un campo de batalla.
Y bien, a quien debe dominarse es, por supuesto, al loco. Hace un
momento cité la curiosa definición del loco dada por Fodéré, para quien
éste es quien se cree “por encima de los otros”.11 De hecho, así
aparece efectivamente el loco dentro del discurso y la práctica
psiquiátricos de principios del siglo XIX, y así encontramos ese gran
punto de inflexión, ese gran clivaje del que ya hemos hablado, la
desaparición del criterio del error para la definición, para la atribución de
la locura.
Hasta fines del siglo XVIII, en términos generales –y esto incluso en
los informes policiales, las lettres de cachet, los interrogatorios, etc.,
que pudieron [llevarse a cabo con]* individuos en hospicios como
Bicêtre o Charenton–, decir que alguien era loco, atribuirle locura,
siempre era decir que se engañaba, en qué sentido, sobre qué punto,
de qué manera, hasta qué límite se engañaba; en el fondo, lo que
caracterizaba a la locura era el sistema de creencia. Ahora bien, a
principios del siglo XIX vemos aparecer de manera muy repentina un
criterio de reconocimiento y atribución de la locura que es
absolutamente distinto; iba a decir que se trata de la voluntad, pero no
es exacto; en realidad, lo que caracteriza al loco, el elemento por el cual
se le atribuye la locura a partir de comienzos del siglo XIX, digamos que
es la insurrección de la fuerza, el hecho de que en él se desencadena
cierta fuerza, no dominada y quizás indominable, y que adopta cuatro
grandes formas según el ámbito donde se aplica y el campo en el que
hace estragos.
Tenemos la fuerza pura del individuo a quien, de acuerdo con la
caracterización tradicional, se denomina “furioso”.
Tenemos la fuerza en cuanto se aplica a los instintos y las pasiones,
la fuerza de esos instintos desatados, la fuerza de esas pasiones sin
límite; y esto caracterizará justamente una locura que no es una locura
de error, una locura que no implica ilusión alguna de los sentidos,
ninguna falsa creencia, ninguna alucinación, y se la llama manía sin
delirio.
En tercer lugar tenemos una suerte de locura que se adosa a las
ideas mismas, que las trastorna, las vuelve incoherentes, las hace
chocar unas contra otras, y a esto se denomina manía.
Por último tenemos la fuerza de la locura cuando se ejerce, ya no en
el dominio general de las ideas así sacudidas y entrechocadas, sino en
una idea específica que, finalmente, encuentra un refuerzo indefinido y
va a inscribirse obstinadamente en el comportamiento, el discurso, el
espíritu del enfermo; es lo que recibe el nombre de melancolía o de
monomanía.
Y la primera gran distribución de esa práctica asilar a principios del
siglo XIX retranscribe con mucha exactitud lo que pasa en el interior
mismo del asilo, es decir, el hecho de que ya no se trata en absoluto de
reconocer el error del loco sino de situar con toda precisión el punto en
que la fuerza desatada de la locura lanza su insurrección: cuál es el
punto, cuál es el ámbito, con respecto a qué va a aparecer y
desencadenarse la fuerza para trastornar por completo el
comportamiento del individuo.
Por consiguiente, la táctica del asilo en general y, de una manera
más particular, la táctica individual que aplicará el médico a tal o cual
enfermo en el marco general de ese sistema de poder, se ajustará y
deberá ajustarse a la caracterización, la localización, el ámbito de
aplicación de esa explosión de la fuerza y su desencadenamiento. De
modo que, si ése es en efecto el objetivo de la táctica asilar, si ése es el
adversario de esta táctica, la gran fuerza desatada de la locura, pues
bien, ¿en qué puede consistir la curación, como no sea en el
sometimiento de dicha fuerza? Y así encontramos en Pinel esa
definición muy simple pero fundamental, creo, de la terapéutica
psiquiátrica, definición que no constataremos antes de esa época a
pesar del carácter rústico y bárbaro que puede presentar. La
terapéutica de la locura es “el arte de subyugar y domesticar, por así
decirlo, al alienado, poniéndolo bajo la estricta dependencia de un
hombre que, por sus cualidades físicas y morales, tenga la capacidad
de ejercer sobre él un influjo irresistible y modificar el encadenamiento
vicioso de sus ideas”.12
En esta definición de la operación terapéutica propuesta por Pinel,
tengo la impresión de que se vuelve a cruzar en diagonal todo lo que
les he dicho. Ante todo, el principio de la estricta dependencia del
enfermo con respecto a cierto poder; ese poder sólo puede encarnarse
en un hombre y únicamente en un hombre, quien lo ejerce no tanto a
partir y en función de un saber como en función de cualidades físicas y
morales que le permiten desplegar un influjo sin límites, un influjo
irresistible. Sobre la base de esto resulta posible el cambio del
encadenamiento vicioso de las ideas, esa ortopedia moral, por darle
algún nombre, a partir de la cual la curación es factible. Por eso, en
definitiva, en esta protopráctica psiquiátrica encontramos escenas y una
batalla como acto terapéutico fundamental.
En la psiquiatría de la época vemos distinguirse con mucha claridad
dos tipos de intervenciones. Una que, durante el primer tercio del siglo
XIX, es objeto de una descalificación constante y regular: la práctica
propiamente médica o medicamentosa. Y además constatamos, en
contraste, el desarrollo de una práctica que se denomina “tratamiento
moral”, definido en primer lugar por los ingleses, esencialmente por
Haslam, y muy pronto adoptada en Francia .13
Y este tratamiento moral no es en absoluto, como podría imaginarse,
una especie de proceso de largo aliento que tenga esencialmente como
función primera y última poner de manifiesto la verdad de la locura,
poder observarla, describirla, diagnosticarla y, a partir de ello, definir la
terapia. La operación terapéutica que se formula en esos años, entre
1810 y 1830, es una escena: una escena de enfrentamiento. Esta
escena de enfrentamiento puede asumir dos aspectos. Uno incompleto,
por decirlo de algún modo, y que es como la operación de desgaste, de
prueba, no llevada a cabo por el médico –pues éste debe ser
evidentemente soberano– sino por el vigilante.
De este primer esbozo de la gran escena hay un ejemplo en el Traité
médico-philosophique de Pinel. En presencia de un alienado furioso, el
vigilante
se acerca con apariencia intrépida pero lentamente y paso a paso hacia el
alienado, sin llevar tipo alguno de arma para evitar exasperarlo; le habla con el
tono más firme y amenazante mientras avanza y, mediante conminaciones
atinadas, sigue atrayendo toda su atención para sustraerle la visión de lo que
ocurre a su lado. Órdenes precisas e imperiosas de obedecer y someterse: un
poco desconcertado por ese continente altivo del vigilante, el alienado pierde de
vista todos los demás objetos y, a una señal, se ve rodeado de improviso por el
personal de servicio, que se acercaba a paso lento y como quien no quiere la
cosa; cada uno de los sirvientes toma uno de los miembros del furioso, uno un
brazo, otro un muslo o una pierna.14
Como complemento, Pinel aconseja utilizar una serie de instrumentos,
por ejemplo “un semicírculo de hierro” en el extremo de una larga
pértiga, de manera tal que, cuando el alienado queda fascinado por la
altivez del vigilante, sólo presta atención a él y no ve que se le acercan,
en ese momento, se tiende en su dirección esa especie de lanza
terminada en un semicírculo y se lo sujeta contra la pared, para
dominarlo. Aquí tenemos, si quieren, la escena imperfecta, la reservada
al vigilante, consistente en quebrar la fuerza desatada del alienado
mediante una especie de violencia astuta y repentina.
Pero es evidente que no se trata de la gran escena de la curación. La
escena de la curación es una escena compleja. He aquí un ejemplo
famoso del Traité médico-philosophique de Pinel. Se refiere a un
hombre joven “dominado por prejuicios religiosos” y que creía que, para
asegurarse la salvación, debía “imitar las abstinencias y mortificaciones
de los antiguos anacoretas”, es decir, negarse no sólo todos los
placeres de la carne, desde luego, sino también toda alimentación. Y
resulta que un día rechaza con más dureza que de costumbre una sopa
que le sirven:
El ciudadano Pussin se presenta al anochecer en la puerta de su celda, con un
aparato [“aparato” en el sentido del teatro clásico, claro está; M. F.] digno de
espanto, los ojos inyectados, un tono de voz aterrador, un grupo de servidores
apiñados a su alrededor y armados con cadenas que agitan con estrépito; se
pone un plato de sopa frente a él y se lo intima con la orden más precisa a
tomarla durante la noche si no quiere sufrir los tratamientos más crueles; el
personal se retira y se lo deja en el más penoso estado de vacilación, entre la
idea del castigo que lo amenaza y la perspectiva pavorosa de los tormentos de
la otra vida. Luego de un combate interior de varias horas se impone la primera
idea y el enfermo decide tomar su alimento. Se lo somete a continuación a un
régimen apto para restaurarlo; el sueño y las fuerzas vuelven por etapas, así
como el uso de la razón, y él escapa de este modo a una muerte segura.
Durante su convalecencia me confiesa a menudo sus agitaciones crueles y sus
perplejidades a lo largo de la noche de la prueba.15
Tenemos aquí una escena que, a mi entender, es muy importante en su
morfología general.
En primer lugar, como ven, la operación terapéutica no pasa en
modo alguno por el reconocimiento, efectuado por el médico, de las
causas de la enfermedad. Para que su operación tenga buenos
resultados, el médico no requiere ningún trabajo diagnóstico o
nosográfico, ningún discurso de verdad.
Segundo, es una operación cuya importancia radica en que no se
trata de ninguna manera, en un caso como éste y en todos los casos
similares, de aplicar una receta técnica médica a algo que se considere
como un proceso o comportamiento patológico; se trata del
enfrentamiento de dos voluntades: la del médico y de quien lo
representa, por un lado, y la del enfermo, por otro. Por lo tanto, se
entabla una batalla y se establece una relación de fuerza determinada.
Tercero, el primer efecto de esa relación de fuerza consiste, en cierto
modo, en suscitar una segunda relación de fuerza dentro mismo del
enfermo, pues la cuestión está en generar un conflicto entre la idea fija
a la cual él se ha aferrado y el temor al castigo: un combate que
provoca otro. Y ambos deben, cuando la escena tiene un buen final,
remitir a una victoria, la victoria de una idea sobre otra, que debe ser al
mismo tiempo la victoria de la voluntad del médico sobre la del enfermo.
Cuarto, lo importante en esta escena es que sobreviene
efectivamente un momento en que la verdad sale a la luz: el momento
en que el enfermo reconoce que su creencia en la necesidad de ayunar
para obtener su salvación era errónea y delirante, cuando reconoce lo
ocurrido y confiesa que ha atravesado una serie de fluctuaciones,
vacilaciones, tormentos, etc. Para resumir, en esta escena en la cual
hasta el momento la verdad no tuvo ningún papel, el relato mismo del
enfermo constituye el momento en que ella resplandece.
Último punto: cuando esa verdad se ha alcanzado de tal modo, pero
por conducto de la confesión y no a través de un saber médico
reconstituido, en el momento concreto de la confesión, se efectúa, se
cumple y se sella el proceso de curación.
Aquí tenemos entonces toda una distribución de la fuerza, del poder,
del acontecimiento, de la verdad, que no es de manera alguna lo que
podemos encontrar en un modelo que cabría llamar médico, y que en
esa misma época estaba constituyéndose en la medicina clínica. Es
posible decir que en la medicina clínica de esos días se constituía cierto
modelo epistemológico de la verdad médica, de la observación, de la
objetividad, que iba a permitir a la medicina inscribirse efectivamente
dentro de un dominio de discurso científico en el que coincidiría, con
sus modalidades propias, con la fisiología, la biología, etc. Lo que
ocurre en ese período de 1800 a 1830 es, creo, algo bastante diferente
de lo que suele suponerse. A mi parecer, comúnmente se interpreta lo
ocurrido durante esos treinta años como el momento en que la
psiquiatría llega por fin a inscribirse dentro de una práctica y un saber
médicos a los cuales, hasta entonces, había sido relativamente ajena.
Suele pensarse que la psiquiatría aparece en ese momento, por
primera vez, como una especialidad dentro del dominio médico.
A mi entender –sin plantear aún el problema de por qué una práctica
como ésta pudo verse efectivamente como una práctica médica, por
qué fue necesario que las personas encargadas de esas operaciones
fueran médicos, y por lo tanto sin tener en cuenta ese problema–, entre
aquellos a quienes podemos considerar como los fundadores de la
psiquiatría, la operación médica que llevan a cabo cuando curan no
tiene, en su morfología, en su disposición general, virtualmente nada
que ver con lo que está entonces en proceso de convertirse en la
experiencia, la observación, la actividad diagnóstica y el proceso
terapéutico de la medicina. En ese nivel y ese momento, este
acontecimiento, esta escena, este procedimiento son, a mi parecer,
absolutamente irreductibles a lo que ocurre en la misma época en
medicina.
Será esta heterogeneidad, por lo tanto, la que marcará la historia de
la psiquiatría en el momento mismo en que se funda dentro de un
sistema de instituciones que, sin embargo, la asocia a la medicina.
Pues todo eso, esa puesta en escena, la organización del espacio asilar
y el desencadenamiento y desarrollo de estas escenas sólo son
posibles, aceptados e institucionalizados en el interior de
establecimientos que reciben en la época el estatus médico, y de parte
de gente que tiene una calificación médica.
))((
Con ello tenemos, si se quiere, un primer paquete de problemas. Éste
es el punto de partida de lo que querría estudiar este año. A grandes
rasgos, es sin duda el punto de llegada o, en todo caso, de interrupción
del trabajo que hice antaño en la Historia de la locura.16 Me gustaría
retomar las cosas en ese punto de llegada, pero con unas cuantas
diferencias. Me parece que en ese trabajo, del que me sirvo como
referencia porque para mí es una especie de background del trabajo
que hago ahora, había una serie de cosas que eran perfectamente
criticables, sobre todo en el último capítulo, donde llegaba precisamente
al poder asilar.
En primer lugar, creo que, con todo, me había quedado en un
análisis de las representaciones. Me parece que había intentado
estudiar sobre todo la imagen existente de la locura en los siglos XVII y
XVIII, el temor que despertaba, el saber que se forjaba sobre ella, fuera
tradicionalmente, fuera de acuerdo con modelos botánicos, naturalistas,
médicos, etc. Yo había situado ese núcleo de representaciones, de
imágenes tradicionales o no, de fantasmas, de saber, etc., esa especie
de núcleo de representaciones, como punto de partida, como lugar
donde tienen origen las prácticas introducidas en relación con la locura
en los siglos XVII y XVIII. En síntesis, había privilegiado lo que
podríamos llamar la percepción de la locura.17
Ahora bien, querría intentar ver, en ese segundo volumen, si es
posible hacer un análisis radicalmente diferente; esto es, si no se puede
poner como punto de partida del análisis, ya no esa especie de núcleo
representativo que remite por fuerza a una historia de las mentalidades,
del pensamiento, sino un dispositivo de poder. Vale decir: ¿en qué
medida puede un dispositivo de poder ser productor de una serie de
enunciados, de discursos y, por consiguiente, de todas las formas de
representaciones que a continuación pueden […]* derivarse de él?
El dispositivo de poder como instancia productora de la práctica
discursiva. En este aspecto, el análisis discursivo del poder estaría, con
respecto a lo que llamo arqueología, no digamos en un nivel
“fundamental”, palabra que no me gusta mucho, sino en un nivel que
permitiría captar la práctica discursiva en el punto preciso donde se
forma. ¿A qué hay que referir y dónde hay que buscar esa formación de
la práctica discursiva?
No se puede evitar, me parece, pasar por algo así como la
representación, el sujeto, etc., y apelar, por lo tanto, a una psicología y
una filosofía totalmente constituidas, si se busca la relación entre
práctica discursiva y, digamos, estructuras económicas, relaciones de
producción, etc. A mi juicio, el problema que está en juego es el
siguiente: en el fondo, ¿no son justamente los dispositivos de poder,
con lo que la palabra “poder” aún tiene de enigmático y será preciso
explorar, el punto a partir del cual debemos poder asignar la formación
de las prácticas discursivas? ¿Cómo pueden ese ordenamiento del
poder, esas tácticas y estrategias del poder, dar origen a afirmaciones,
negaciones, experiencias, teorías, en suma, a todo un juego de la
verdad? Dispositivo de poder y juego de la verdad, dispositivo de poder
y discurso de verdad: es esto lo que querría examinar este año,
retomando en el punto que ya mencioné, el psiquiatra y la locura.
La segunda crítica que hago a ese último capítulo es que recurrí –
aunque, después de todo, no puedo decir que lo hice de manera
demasiado consciente, porque era muy ignorante de la antipsiquiatría y,
en particular, de la psicosociología de la época–, implícita o
explícitamente, a tres nociones que me parecen cerraduras
enmohecidas con las cuales no se puede adelantar mucho.
En primer término, la noción de violencia.18 En efecto, lo que me
sorprendió en ese momento al leer a Pinel, Esquirol, etc., fue que, al
contrario de lo que contaban los hagiógrafos, tanto ellos como los
demás recurrían mucho a la fuerza física; y, por consiguiente, me
pareció que no se podía poner la reforma de Pinel bajo la rúbrica de un
humanismo, porque toda su práctica estaba todavía atravesada por
algo como la violencia.
Ahora bien, si es cierto que no se puede asignar la reforma de Pinel
a la categoría del humanismo, no creo que sea porque recurre a la
violencia. Cuando se habla de violencia, en efecto –y la noción me
fastidia en este aspecto–, siempre se tiene en mente algo así como una
especie de connotación relacionada con un poder físico, un poder
irregular, pasional: un poder desatado, por decirlo de alguna manera.
Sin embargo, la noción me parece peligrosa porque, por un lado, al
esbozar así un poder físico, irregular, etc., deja suponer que el buen
poder o el poder a secas, no atravesado por la violencia, no es un poder
físico. Por mi parte, empero, creo al contrario que lo esencial en todo
poder es que su punto de aplicación siempre es, en última instancia, el
cuerpo. Todo poder es físico, y entre el cuerpo y el poder político hay
una conexión directa.
Además, esta noción de violencia no me parece muy satisfactoria
porque induce a creer que el despliegue físico de una fuerza
desequilibrada no forma parte de un juego racional, calculado,
manejado del ejercicio del poder. Ahora bien, los ejemplos que les
mencioné hace un instante prueban sin lugar a dudas que el poder, tal
como se ejerce en un asilo, es un poder meticuloso, calculado, cuyas
tácticas y estrategias están perfectamente definidas; y en el interior
mismo de esas estrategias se ve con mucha exactitud cuáles son el
lugar y el papel de la violencia, si damos este nombre al despliegue
físico de una fuerza enteramente desequilibrada. Aprehendido en sus
ramificaciones últimas, en su nivel capilar, donde afecta al propio
individuo, el poder es físico y, por eso mismo, violento, en cuanto es
perfectamente irregular; no en el sentido de ser desatado sino, al
contrario, de obedecer a todas las disposiciones de una especie de
microfísica de los cuerpos.
La segunda noción a la que me referí y, me parece, de manera no
muy satisfactoria, es la de institución.19 Había supuesto posible decir
que, a partir de principios del siglo XIX, el saber psiquiátrico tomó las
formas y las dimensiones que se le conocen, en conexión con lo que
podríamos llamar institucionalización de la psiquiatría; más
precisamente aún, con una serie de instituciones entre las cuales el
asilo era la forma más importante. Ahora bien, ya no creo que la noción
de institución sea muy satisfactoria. Según mi criterio, oculta cierta
cantidad de peligros, porque a partir del momento en que se habla de
institución se habla, en el fondo, a la vez de individuos y de colectividad,
ya se descuenta la existencia del individuo, la colectividad y las reglas
que los gobiernan y, por ende, se pueden meter ahí dentro todos los
discursos psicológicos o sociológicos.*
Cuando en realidad sería preciso indicar que lo esencial no es la
institución con su regularidad y sus reglas sino justamente esos
desequilibrios de poder sobre los cuales traté de mostrarles que
falseaban y al mismo tiempo hacían funcionar la regularidad del asilo.
Lo importante, entonces, no son las regularidades institucionales sino,
mucho más, las disposiciones de poder, las redes, las corrientes, los
relevos, los puntos de apoyo, las diferencias de potencial que
caracterizan una forma de poder y que son, creo, precisamente
constitutivos a la vez del individuo y de la colectividad.
El individuo sólo es, a mi entender, el efecto del poder en cuanto éste
es un procedimiento de individualización. Y el individuo, el grupo, la
colectividad, la institución, aparecen contra el fondo de esa red de
poder, y funcionan en sus diferencias de potencial y sus desvíos. En
otras palabras, antes de vérselas con las instituciones, es necesario
ocuparse de las relaciones de fuerza en esas disposiciones tácticas que
atraviesan las instituciones.
Por último, la tercera noción a la cual me referí para explicar el
funcionamiento del asilo a comienzos del siglo XIX fue la familia; en
líneas generales, traté de mostrar que la violencia de Pinel [o] de
Esquirol había consistido en introducir el modelo familiar en la
institución asilar.20 Ahora bien, creo que “violencia” no es la palabra
adecuada e “institución” no es tampoco el nivel de análisis en el cual
hay que situarse, y no me parece asimismo que haya que hablar de
familia. En todo caso, al releer a Pinel, Esquirol, Fodéré, etc., encontré
en definitiva muy escasos ejemplos de utilización de ese modelo
familiar. Y no es cierto que el médico intente reactivar la imagen o el
personaje del padre dentro del espacio asilar; eso se dará mucho más
adelante, al final mismo, creo, de lo que podemos llamar el episodio
psiquiátrico en la historia de la medicina, es decir sólo en el siglo XX.
No es la familia, no es tampoco el aparato del Estado; y sería
igualmente falso, creo, decir como se dice a menudo que la práctica
asilar, el poder psiquiátrico, no hacen otra cosa que reproducir la familia
en beneficio o a pedido de cierto control estatal, organizado por un
aparato del Estado.21 Ni el aparato del Estado puede servir de
fundamento* ni la familia puede hacer de modelo […]** en esas
relaciones de poder que estamos en condiciones de señalar en el
interior de la práctica psiquiátrica.
A mi juicio, el problema que se plantea –si prescindimos de esas
nociones y modelos, vale decir, si pasamos por alto el modelo familiar,
la norma, si lo prefieren, del aparato del Estado, la noción de institución,
la noción de violencia– es analizar esas relaciones de poder propias de
la práctica psiquiátrica, en cuanto –y éste será el objeto del curso– son
productoras de una serie de enunciados que se presentan como
enunciados legítimos. Por lo tanto, en lugar de hablar de violencia, me
gustaría más hablar de microfísica del poder; en vez de hablar de
institución, me gustaría más tratar de ver cuáles son las tácticas
puestas en acción en esas prácticas que se enfrentan; en lugar de
hablar de modelo familiar o de “aparato del Estado”, querría intentar ver
la estrategia de esas relaciones de poder y esos enfrentamientos que
se despliegan en la práctica psiquiátrica.
Ustedes me dirán que está muy bien haber sustituido violencia por
microfísica del poder, institución por táctica, modelo familiar por
estrategia, pero ¿acaso avancé? He evitado términos que permitían
introducir el vocabulario psicosociológico en todos estos análisis, y
ahora estoy frente a un vocabulario pseudomilitar que no debe gozar de
mucha mejor fama. Pero vamos a tratar de ver qué se puede hacer con
eso.*

NOTAS:

1 François Emmanuel Fodéré (1764-1835), Traité du délire, appliqué à la médecine, à
la morale et à la législation, t. II, sec. VI, cap. 2, “Plan et distribution d’un hospice pour la guérison des aliénés”, París, Croullebois, 1817, p. 215.

2 Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814), Les Cent vingt journées de
Sodome, ou l’École du libertinage (1785), en OEuvres complètes, t. XXVI, París, Jean Jacques Pauvert, 1967 [trad. esp.: Las 120 jornadas de Sodoma o La escuela del
libertinaje, Madrid, Akal, 2004].

3 “Sobre las blandas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los más
firmes imperios.” Joseph Michel Antoine Servan (1737-1807), Discours sur
l’administration de la justice criminelle, pronunciado por M. Servan, Ginebra, 1767, p. 35 [trad. esp.: Sobre la administración de la justicia criminal, La Coruña, Ilustre Colegio Provincial de Abogados, 1977]; reeditado en Cesare Beccaria, Traité des délits et des peines, traducción de P. J. Dufey, París, Dulibon, 1821 [trad. esp.: De los delitos y de las penas, México, Fondo de Cultura Económica, 2001].

4 Philippe Pinel (1745-1826), Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale, ou la Manie, sec. II, “Traitement moral des aliénés”, § XXIII, “Nécessité d’entretenir un ordre constant dans les hospices des aliénés”, París, Richard, Caille et Ravier, año IX/1800, pp. 95-96 [trad. esp.: Tratado médico-filosófico de la enajenación mental o manía, Madrid, Nieva, 1988].

5 Jean Étienne Dominique Esquirol (1772-1840), Des maladies mentales considérées
sous les rapports médical, hygiénique et médico-légal, París, J.-B. Baillière, 1838, 2 vols. [trad. esp.: Memorias sobre la locura y sus variedades, Madrid, Dorsa, 1991].

6 John Haslam (1764-1844), Observations on Insanity, with Practical Remarks on the
Disease, and an Account of the Morbid Appearances of Dissection, Londres, Rivington, 1798, obra reeditada y aumentada con el título de Observations on
Madness and Melancholy, Londres, J. Callow, 1809; Considerations on the Moral
Management of Insane Persons, Londres, R. Hunter, 1817.

7 Jean Étienne Dominique Esquirol, Des établissements consacrés aux aliénés en
France, et des moyens d’améliorer le sort de ces infortunés (informe presentado al
ministro del Interior en septiembre de 1818), París, Impr. de Mme. Huzard, 1819;
reeditado en Des maladies mentales…, op. cit., t. II, pp. 399-431.

8 François Emmanuel Fodéré, Traité du délire…, op. cit., t. II, sec. VI, cap. 3, “Du choix des administrateurs, des médecins, des employés et des servants”, pp. 230-231.

9 Ibid., p. 237.

10 Ibid., pp. 241-242.

11 Ibid., p. 230.
* Grabación: hacerse.

12 Philippe Pinel, Traité médico-philosophique…, op. cit., sec. II, § VI, “Avantages de l’art de diriger les aliénés pour seconder les effets des médicaments”, p. 58.

13 El “tratamiento moral” que se desarrolla a fines del siglo XVIII reúne todos los
medios de intervención sobre el psiquismo de los enfermos, en contraste con el
“tratamiento físico” que actúa sobre el cuerpo a través de remedios y medios de
contención. En 1791, a raíz del fallecimiento de la mujer de un cuáquero, ocurrida en
condiciones sospechosas en el asilo del condado de York, William Tuke (1732-1822)
propone la creación de un establecimiento destinado a recibir a los miembros de la
“Sociedad de los Amigos” afectados de trastornos mentales. El Retiro abre sus
puertas el 11 de mayo de 1796 (cf. clase del 5 de diciembre de 1973, nota 18). John
Haslam, boticario del hospital de Bethlehem antes de llegar a ser doctor en medicina
en 1816, elabora los principios de ese establecimiento en sus obras (cf. supra, nota 6).
En Francia, Pinel retoma el principio en sus “Observations sur le régime moral qui est
le plus propre à rétablir, dans certains cas, la raison égarée des maniaques”, Gazette
de Santé, 4, 1789, pp. 13-15, y en su informe “Recherches et observations sur le
traitement moral des aliénés”, Mémoires de la Société Médicale d’Émulation. Section
Médecine, 2, 1798, pp. 215-255; ambos trabajos se reeditaron con modificaciones en
el Traité médico-philosophique…, op. cit., sec. II, pp. 46-105. Étienne Jean Georget
(1795-1828) sistematiza sus principios en De la folie. Considérations sur cette
maladie: son siège et ses symptômes, la nature et le mode d’action de ses causes; sa
marche et ses terminaisons; les différences qui la distinguent du délire aigu; les
moyens du traitement qui lui conviennent; suivies de recherches cadavériques, París,
Crevot, 1820. François Leuret (1797-1851) hará hincapié en la relación entre el
médico y el enfermo; cf. Du traitement moral de la folie, París, J.-B. Baillière, 1840
[trad. esp.: El tratamiento moral de la locura, Madrid, Asociación Española de
Neuropsiquiatría, 2001]. Véanse las páginas que Michel Foucault le dedica en la
Histoire de la folie à l’âge classique, tercera parte, cap. 4, “Naissance de l’asile”, París,
Gallimard, 1972, pp. 484-487, 492-496, 501-511 y 523-527 [trad. esp.: Historia de la
locura en la época clásica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1992]. Cf.
También Robert Castel, “Le traitement moral. Thérapeutique mentale et contrôle social
au XIXe siècle”, Topique, 2, febrero de 1970, pp. 109-129.

14 Philippe Pinel, Traité médico-philosophique…, op. cit., sec. II, § XXI, “Caractère des aliénés les plus violents et dangereux, et expédiens à prendre pour les réprimer”, pp. 90-91.

15 Ibid., sec. II, § VIII, “Avantage d’ébranler fortement l’imagination d’un aliéné dans certains cas”, pp. 60-61.

16 Michel Foucault, Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique, París, Plon, 1961.

17 Por ejemplo, en la Histoire de la folie…, op. cit. (1972), primera parte, cap. V, “Les
insensés”, pp. 169 y 174; segunda parte, cap. I, “Le fou au jardin des espèces”, p. 223,
y tercera parte, cap. II, “Le nouveau partage”, pp. 407 y 415. El punto de partida de
esa crítica de la noción de “percepción” o “experiencia” se encuentra en Michel
Foucault, L’Archéologie du savoir, París, Gallimard, 1969, col. “Bibliothèque des
sciences humaines”, cap. III, “La formation des objets”, y cap. IV, “La formation des
modalités énonciatives”, pp. 55-74 [trad. esp.: La arqueología del saber, México, Siglo
XXI, 1972].
* Grabación: formarse y.

18 La noción de violencia sirve de base a los análisis de los modos de tratamiento
emprendidos en la segunda parte de la Histoire de la folie…, op. cit. (1972), cap. IV,
“Médecins et malades”, pp. 327-328 y 358, y la tercera parte, cap. IV, “Naissance de
l’asile”, pp. 497, 502-503, 508 y 520. (Cf. infra, “Situación del curso”.)

19 Así, los análisis dedicados al “nacimiento del asilo”, ibid., pp. 483-530.
* El manuscrito agrega: “La institución neutraliza las relaciones de fuerza o sólo las
hace actuar en el espacio definido por ella”.

20 Sobre el papel del modelo familiar en la reorganización de las relaciones entre
locura y razón y la constitución del asilo, cf. Michel Foucault, Histoire de la folie..., op.
cit. (1972), pp. 509-511.

21 Alusión a los análisis de Louis Althusser, que introduce el concepto de “aparato del
Estado” en su artículo “Idéologie et appareils idéologiques d’État. Notes pour une
recherche”, La Pensée. Revue du Rationalisme Moderne, 151, junio de 1970, pp. 3-38
[trad. esp.: Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Buenos Aires, Nueva Visión,
1974]; reeditado en Positions (1964-1975), París, Éditions Sociales, 1976, pp. 65-125
[trad. esp.: Posiciones, Barcelona, Anagrama, 1977].
* El manuscrito precisa: “No se puede utilizar la noción de aparato del Estado porque
es demasiado amplia, demasiado abstracta para designar esos poderes inmediatos,
minúsculos, capilares, que se ejercen sobre el cuerpo, el comportamiento, los gestos,
el tiempo de los individuos. El aparato del Estado no explica esta microfísica del
poder”.
** Grabación: en lo que ocurre.

* El manuscrito (hojas 11-23) proseguía con la cuestión de definir el problema actual
de la psiquiatría y proponía un análisis de la antipsiquiatría.

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